10.9.08

QUE DECIDA LA BOTELLA

por: Fábio Báez

Era el mes de agosto, los vientos surcaban los cielos y los niños elevaban sus cometas, el sol alumbraba mas intenso que nunca, las señoras sentadas charlaban de la vida mientras observaban a sus hijos.
Marcos Jiménez era su nombre y lo que menos imaginaba esa mañana, era que la muerte susurraba en su oído.

Todo ocurrió de pronto, en un abrir y cerrar de ojos. Se levanto como siempre, observo la foto de su familia en el nochero y mientras se persignaba rezaba por los suyos; se dirigió a la cocina, se preparo un café, lo bebió, leyendo un papel que le habían arrojado debajo de la puerta, en el escrito lo invitaban a una reunión en casa de un desconocido, un nuevo habitante del pueblo que para darse a conocer había preparado el agasajo; al leerlo no le dio importancia simplemente al terminar de vestirse se dirigió hacia la iglesia a preparar la misa de las doce, como el monaguillo responsable que siempre había sido.
Todo transcurrió normal, la misa se desarrollo sin inconveniente, al salir de la iglesia después de dejar todo en orden fue a casa de su amigo Felipe para invitarle almorzar pero su compañero lo convenció de ir hasta la casa para dirigirse después a la fiesta del forastero; Marcos no estaba muy convencido pero acepto como por salir de la rutina y hacer algo nuevo ya que en ese como todos los pueblos nunca ocurría nada extraño.

Al llegar la noche tal como lo habían convenido, llegaron a la fiesta, bailaron con las muchachas del pueblo, comieron los mejores platos que jamás habían probado, gozaron disfrutaron pero en lo transcurrido de la noche mas o menos a la 12 no habían conocido al “forastero”, la gente opto por irse para sus casas pero a los hombres no los dejaban retirarse sin antes hacerlos pasar a otro cuarto; unos se quedaban dentro, otros en cambio salían sin decir nada, Marcos y Felipe no entendían nada y no les importaba, solo querían comer y gozar ya que esto no se veía todos los días. Cuando no hubo mas que hacer se despidieron y al irse los invitaron al cuarto misterioso, se miraron como con la ansiedad de querer sin querer queriendo, entraron, se encontraron con muchos hombres sentados en el piso formando un circulo, allí solo quedaban tres puestos, se sentaron ellos dos y el ultimo puesto quedo para el “forastero”, quien al instante entro al lugar, él era un hombre normal de tez trigueña, un poco obeso, y calvo, no como se lo habían imaginado, alto, mono, ojizarco; el caballero se sentó, los miro a todos y enseguida saco una botella, la acostó en el centro haciéndola girar mientras explicaba el juego, al apuntar la boca de la botella a uno de los presentes, este debería escoger entre la verdad y se atreve,, quien no se decidiera tendría que salir del juego.
Con las reglas sobre la mesa Comenzó el juego y empezaron a salir los hombres pero ninguno se atrevía hasta que le apunto la boca de la botella a Marcos, él como todo un chico valiente se atrevió y la penitencia la puso el “forastero”; lo llevo a la sala, saco del cajón un arma, le quito el seguro y la entrego a Marcos diciendo que le apuntara y halara el gatillo, que no se preocupara pues el arma no tenia balas, Marcos lo hizo, disparo dos veces y el forastero quedo en el suelo, la sangre llego hasta los zapatos de Marcos quien quedo inmóvil, paralizado sin saber lo que ocurría o sin creerlo…

En la celda caminaba de un lado a otro sin explicarse o sin entender lo sucedido, la gente del pueblo extrañada tampoco se explicaba que había ocurrido, solo se sabia que Marcos había matado al forastero; la policía encontró una nota en los bolsillos del forastero explicando que era un macabro juego que el invento para librarse del monstruo que lo atormentaba y que sí estaban leyendo este papel era porque habría logrado su objetivo:
Así que cualquiera que hubiese disparado no tenia la culpa solo que el no podría auto-destruirse de tal forma.

Al entrar a la celda de Marcos para dejarlo en libertad la policía solo hallo un cadáver en el suelo, sangre alrededor del cuello y en las manos de Marcos pedazos de la botella que lo hizo valiente, la misma que a su vez sentencio la muerte que esa mañana silenciosamente susurro en su oído.

3.9.08

VESTIR DEL ENAMORADO
por: Eduardo Escobar


El sentimiento del cuerpo como pecado es muy antiguo, porque es también la experiencia de la separación y de la urgencia de compañía contra el crimen de la soledad. El cuerpo es un extraño mortal que atendemos, lleno de carencias, desvalido. El guardián del enigma del alma. El estuche del espíritu que resguardamos de la mirada ajena.
Hasta donde corren mis cuentas, fue en los tiempos de las demencias de la Contrarreforma cuando se exacerbó la hipótesis de la enemistad con la carne. Entonces comenzaron a ser vistos en Occidente como un problema los cardenales sibaritas del Renacimiento que se acostaban con sus primas hermanas. Y sus sobrinos. Y amaban los trajes opulentos, los armiños, la seda. Porque no se vestían para cubrirse, sino para coquetear.
El aire de la culpa donde habita el cuerpo para nosotros ahora, a pesar de los tormentos morales que nos causa, y de las perversiones que nacen de su ocultación, también trajo dichas por contraste. La exclusión valoriza, y por las facultades de la imaginativa como decían los teólogos antiguos, el tobillo entrevisto y el hombro indiscreto se convirtieron en primicias, hasta que llegó el siglo veinte, devastador, a desnudarlo todo.
El pecado del cuerpo con sus terrores de condenacion y sus demonios comprometidos con sus malicias le concedió un misterio que no conocieron las tribus en cueros de anteayer. El vestido, como adorno, o como protección contra el polvo, y la canícula, y la vista del otro, sobre todo, también es un límite por conquistar, un desafío. La frontera del vestido aumenta los encantos del cuerpo, retirado, ausente, envuelto, insinuándose.
El pecado y el traje nos dieron la felicidad de desvestir. De penetrar en la realidad de la carne prójima pelándole las conchas de disimulo. Todos recordamos el día del milagro de la primera vez que un cuerpo ajeno apareció en nuestros brazos. Redimiendo las vergüenzas del nuestro con la revelación mística de una presencia. Esos senos, ese cielo invertido del vientre, la noche perfumada de un pubis, entregados en confianza.
Estos días, en una lectura casual encontré un placer añadido al pecado. Distinto del placer de desvestir el objeto del deseo. Fray Juan de Santa Gertrudis, un fraile franciscano de misiones por el Putumayo en el siglo dieciocho, autor de un libro titulado Maravillas de la Naturaleza, propone un gusto inédito para este tiempo cuando todo el mundo aspira a empelotarse, o a empelotar. En rebelión contra las deformaciones de la Contrarreforma. En busca de la liberación de la tiranía del miedo de lo corporal.
Fray Juan, que no era de palo, por supuesto, confiesa primero su perturbación. Por no ver, dice, desnudas todo el día delante de sus ojos dos mocitas que había tomado para que asistieran su casa, tomó unas telas que tenía, y les trazó a cada una, una camisa. Para follera, dice, cortó las faldas de una túnica suya. Y agrega, que como llevara algunos peines y cintas, se dedicó a peinarlas una tarde. Y les ató una crisneja. Y les puso zarcillos de cobre amarillo en las orejas. Y de abalorios que traía de España, y de cuentas de cristal, les hizo gargantillas.
La tarea espiritual del misionero suena excitante. Por el amor moroso que pone en relatarla. Es obvio que el deber misionero supera el acto misericordioso de vestir al desnudo. Habla con intensa ternura. Gargantillas de cristal, abalorios y peines. Y la follera de su propia túnica.
Uno puede jurar, sin faltarle al fraile, que gozaba. Y que el diablo de los franciscanos que es sibilino, estaba presente, disfrutando con él, mientras realizaba su labor civilizadora con sus muchachas.
Por desgracia, termina fray Juan, después de su erótico trabajo, del esmero del modisto que hace con sus propias manos y de su propia túnica los trajes de sus amores, y de las curias de joyería, cuando sus indias emperifolladas abandonaron la habitación, y se presentaron ante la tribu, esta las recibió con una carcajada unánime. De modo que sus muñecas recién vestidas tiraron sus atuendos. Y no hubo manera, dice el padre, de volverlas a vestir.

2.9.08

SERMON INUTIL
por: Eduardo Escobar

¿Por qué mueren los hombres? Porque aman la vida con demasiada intensidad. Lao Tse.

Hay un solo conocimiento confiable. Y comienza cuando nos inmunizamos contra el veneno de la esperanza. Entre los excesos de la virtud y el vicio, el hartazgo democrático de los lupanares, y el nihilismo de los monasterios donde se juega la vida contra un enigma, el venerable Rasputín y el tirano Aguirre pusieron el ideal en el abuso de los sentidos y la violencia purificadora. San Juan de la Cruz en el recogimiento activo. Y nada ha cambiado.
El comercio de la felicidad como diversión cuenta entre las grandes empresas modernas. Es el aprovechamiento de la libido, su sometimiento al mercado y a la codicia financiera. Todos los animales acaban por saciarse. Menos nosotros. Nos atribuimos el lujo de un alma inmortal como si no nos bastara este mundo.
Más allá siempre, forzar las concupiscencias, aumentar las tensiones, hasta el arrebato y la asfixia placentera. Arre. Nunca es el último umbral. El espíritu fáustico arrastra el alma hipotética, estorbosa y famélica hacia el tumulto de los astros, o la abisma lo mismo en los entresijos de la puta abierta como una papaya en una gimiente película pornográfica.
La intrepidez puede ser tan espantosa como la resignación. Occidente, con rigor sistemático, acabó por confundir en su exploración el canto con el berrido. Y devolvió la danza a las convulsiones prehistóricas que parecían superadas en el tango, para poner un ejemplo arrastrado.
La barbarie tecnológica redujo el cuerpo a sujeto de una autopsia, de una vivisección brutal, y las tediosas gimnasias de la reproducción a las crucifixiones conceptuales. El ruido de la farándula vela el hechizo discreto de existir con las noticias de la bullaranga de los ídolos que imitan las pesadillas de las indigestiones verdaderas en su lánguida comedia.
Por eso, como si hubiéramos perdido la clave de vivir, las librerías están llenas de idearios pedagógicos, de una retórica sin fin. De tratados de bondad para la enseñanza del amor, la forma de hacer los hijos y parirlos y amamantarlos, la última dieta, el último masaje, el último beso. Y cómo orientar las camas en relación con los espejos. El cuerpo tiene su propia inteligencia y sabe más que los libros. El alboroto de los sabios ahoga sus reclamos.
Los seminarios de los gurúes orientales y las religiones de garaje de la Nueva Era revisten de novedad mensajes apolillados, sin suerte. Los maestros y los pastores espirituales venden sus panaceas: lociones curativas, himnos insulsos, un mantram personal por veinte dólares. Y la gente paga por la ilusoria perfección del Otro que presume que hospeda. Y a lo mejor solo existe como sombra.
La agitación concede al vivir morbo y rabia y la gris esperanza. Pero nada es nuevo en la feria bajo este sol. Los penes de cuero de las mujeres de la Atenas de Pericles, el circo de Cómodo, la fascinación por los opiáceos, y los milagreros de decálogos, son arcaicos remedios para males inmortales. Los llamados a la paz interior, las prédicas de Jesús y Chuang Tzu y Confucio nos precipitan en el Mal no querido. Tal vez vivimos en el Paraíso. Y preferimos ignorarlo.
Los clubes para el perfeccionamiento interior y el fomento de la actitud positiva, que convocan los matrimonios desunidos a la reforma en seminarios de cuarenta horas y enseñan a vencer el estrés, una forma espinosa del spleen que fue la enfermedad de la sociedad preindustrial, ratifican una condición infeliz: sin elección posible entre el cinismo de la guerra científica, el heroísmo colectivo de las masacres y el desastre ecológico, la gente menesterosa del pan del sentido apela incluso a la caricatura del ángel contra el Vacío. Y los profetas aprovechan.
En nombre del Bien y el Amor llenamos la Tierra de injurias con furor bendito. Paz, tolerancia, caridad. Bagatelas. Mala literatura. Cada generación realimenta el baratillo de las verdades inútiles de Perogrullo. Y reedita la artimaña fabulosa de que se puede convertir un sapo en un príncipe con un beso. Mover las montañas con zalemas. Y sanar el futuro con sahumerios de piedad o con incendios de amor.