2.9.08

SERMON INUTIL
por: Eduardo Escobar

¿Por qué mueren los hombres? Porque aman la vida con demasiada intensidad. Lao Tse.

Hay un solo conocimiento confiable. Y comienza cuando nos inmunizamos contra el veneno de la esperanza. Entre los excesos de la virtud y el vicio, el hartazgo democrático de los lupanares, y el nihilismo de los monasterios donde se juega la vida contra un enigma, el venerable Rasputín y el tirano Aguirre pusieron el ideal en el abuso de los sentidos y la violencia purificadora. San Juan de la Cruz en el recogimiento activo. Y nada ha cambiado.
El comercio de la felicidad como diversión cuenta entre las grandes empresas modernas. Es el aprovechamiento de la libido, su sometimiento al mercado y a la codicia financiera. Todos los animales acaban por saciarse. Menos nosotros. Nos atribuimos el lujo de un alma inmortal como si no nos bastara este mundo.
Más allá siempre, forzar las concupiscencias, aumentar las tensiones, hasta el arrebato y la asfixia placentera. Arre. Nunca es el último umbral. El espíritu fáustico arrastra el alma hipotética, estorbosa y famélica hacia el tumulto de los astros, o la abisma lo mismo en los entresijos de la puta abierta como una papaya en una gimiente película pornográfica.
La intrepidez puede ser tan espantosa como la resignación. Occidente, con rigor sistemático, acabó por confundir en su exploración el canto con el berrido. Y devolvió la danza a las convulsiones prehistóricas que parecían superadas en el tango, para poner un ejemplo arrastrado.
La barbarie tecnológica redujo el cuerpo a sujeto de una autopsia, de una vivisección brutal, y las tediosas gimnasias de la reproducción a las crucifixiones conceptuales. El ruido de la farándula vela el hechizo discreto de existir con las noticias de la bullaranga de los ídolos que imitan las pesadillas de las indigestiones verdaderas en su lánguida comedia.
Por eso, como si hubiéramos perdido la clave de vivir, las librerías están llenas de idearios pedagógicos, de una retórica sin fin. De tratados de bondad para la enseñanza del amor, la forma de hacer los hijos y parirlos y amamantarlos, la última dieta, el último masaje, el último beso. Y cómo orientar las camas en relación con los espejos. El cuerpo tiene su propia inteligencia y sabe más que los libros. El alboroto de los sabios ahoga sus reclamos.
Los seminarios de los gurúes orientales y las religiones de garaje de la Nueva Era revisten de novedad mensajes apolillados, sin suerte. Los maestros y los pastores espirituales venden sus panaceas: lociones curativas, himnos insulsos, un mantram personal por veinte dólares. Y la gente paga por la ilusoria perfección del Otro que presume que hospeda. Y a lo mejor solo existe como sombra.
La agitación concede al vivir morbo y rabia y la gris esperanza. Pero nada es nuevo en la feria bajo este sol. Los penes de cuero de las mujeres de la Atenas de Pericles, el circo de Cómodo, la fascinación por los opiáceos, y los milagreros de decálogos, son arcaicos remedios para males inmortales. Los llamados a la paz interior, las prédicas de Jesús y Chuang Tzu y Confucio nos precipitan en el Mal no querido. Tal vez vivimos en el Paraíso. Y preferimos ignorarlo.
Los clubes para el perfeccionamiento interior y el fomento de la actitud positiva, que convocan los matrimonios desunidos a la reforma en seminarios de cuarenta horas y enseñan a vencer el estrés, una forma espinosa del spleen que fue la enfermedad de la sociedad preindustrial, ratifican una condición infeliz: sin elección posible entre el cinismo de la guerra científica, el heroísmo colectivo de las masacres y el desastre ecológico, la gente menesterosa del pan del sentido apela incluso a la caricatura del ángel contra el Vacío. Y los profetas aprovechan.
En nombre del Bien y el Amor llenamos la Tierra de injurias con furor bendito. Paz, tolerancia, caridad. Bagatelas. Mala literatura. Cada generación realimenta el baratillo de las verdades inútiles de Perogrullo. Y reedita la artimaña fabulosa de que se puede convertir un sapo en un príncipe con un beso. Mover las montañas con zalemas. Y sanar el futuro con sahumerios de piedad o con incendios de amor.

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